sábado, 24 de septiembre de 2011

CARTA ABIERTA A LOS CATÓLICOS PERPLEJOS (XX)


LA LLAMADA MISA DE SAN PIO V,
LA UNICA MISA

Un hecho, sin duda, no habrá dejado de sorprender al lector en todo este asunto: en ningún momento se trató de la misa que sin embargo está en el corazón del conflicto. Ese silencio forzado constituye la confesión de que el rito llamado de san Pío V continúa siendo autorizado.

Sobre esta cuestión los católicos pueden estar perfectamente tranquilos. Esa misa no está prohibida ni puede estarlo. San Pío V que, repitámoslo, no la inventó, sino que "restableció el misal de conformidad con la regla antigua y con los ritos de los santos padres", nos da todas las garantías en la bula Quo Primum firmada por él el 14 de julio de 1570: "Hemos decidido y declaramos que los superiores, administradores, canónigos, capellanes y otros sacerdotes, cualquiera que sea el nombre con que se los designe, o los religiosos de cualquier orden, no están autorizados a celebrar la misa de manera diferente de como nosotros la hemos fijado y que nunca en ningún tiempo se los podrá forzar y obligar a dejar este misal o abrogar la presente instrucción o modificarla, pues ella permanecerá siempre en vigor y será válida con toda su fuerza. Si empero alguien se permitiera semejante alteración, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo".

Suponiendo que el Papa pueda revocar esta medida perpetua, tendría que hacerlo mediante un acta igualmente solemne. La Constitución Apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969 autoriza la misa llamada de Pablo VI, pero no contiene ninguna prohibición expresamente formulada de la misa tridentina. Y esto es así hasta el punto de que el cardenal Ottaviani podía decir en 1971: "El rito tridentino de la misa no está abolido, que yo sepa". Monseñor Adam que pretendía, en la asamblea plenaria de los obispos suizos, que la constitución Missale Romanum había prohibido celebrarla, salvo indulto, según el rito de san Pío V, tuvo que retractarse cuando se le pidió que dijera en qué términos habría sido pronunciada esta prohibición.

Síguese de ello que si un sacerdote fuera censurado y hasta excomulgado por este motivo, la condenación sería absolutamente inválida. San Pío V canonizó esta Santa Misa, y un papa no puede anular una canonización, así como no puede retirar la de un santo. Podemos decir esa misa con toda tranquilidad y los fieles asistir a ella sin la menor preocupación, sabiendo además que ésa es la mejor manera de conservar su fe. Esto es tan cierto que Su Santidad Juan Pablo II, después de varios años de silencio sobre la cuestión de la misa, terminó por aflojar esa picota impuesta a los católicos. La carta de la Congregación para el Culto divino fechada el 3 de octubre de 1984 "autoriza" de nuevo el rito de san Pío V para los fieles que lo soliciten. Verdad es que la carta impone condiciones que nosotros no podemos aceptar y, por otra parte, no teníamos necesidad de semejante permiso para gozar de un derecho que nos ha sido otorgado hasta el fin de los tiempos.

Pero ese primer gesto papal —roguemos para que haya otros— disipa la sospecha indebidamente lanzada sobre la misa y libera la conciencia de los católicos perplejos que todavía vacilaban en asistir a ella.

Consideremos ahora la suspensión ad divinis de que fui objeto el 22 de julio de 1976. Siguió a las ordenaciones del 29 de junio realizadas en Écóne; desde tres meses atrás nos llegaban desde Roma exhortaciones, súplicas, órdenes, amenazas, para conminarnos a cesar nuestra actividad y a no continuar esas ordenaciones sacerdotales. Los días anteriores a la suspensión dejamos de recibir mensajes y enviados. ¿Qué nos decían aquellos enviados? En seis ocasiones me pidieron que restableciera relaciones normales con la Santa Sede, que aceptara, el nuevo rito y que yo mismo lo celebrara. Llegaron hasta el punto de enviarme a un monseñor que se ofreció a concelebrar conmigo, me pusieron en la mano un misal nuevo y me prometieron que si decía la misa de Pablo VI el 29 de junio en presencia de toda la asamblea, que había acudido a orar por los nuevos sacerdotes, todo quedaría zanjado entre Roma y yo.

Esto significa que no me prohibían que llevara a cabo esas ordenaciones, pero querían que lo hiciera según la nueva liturgia. A partir de ese momento era claro que todo el drama entre Roma y Écóne giraba alrededor del problema de la misa.

En el sermón de la misa de ordenación dije: 'Tal vez mañana aparezca en los diarios nuestra condenación; eso es muy posible a causa de esta ordenación de hoy; probablemente a mí me toque una suspensión y estos jóvenes sacerdotes serán afectados por una irregularidad que en principio les impediría decir la santa misa. Eso es posible. Pues bien, yo apelo a san Pío V."

Algunos católicos habrán podido sentirse turbados por mi repudio de esa suspensión ad divinis. Pero lo que hay que comprender bien es que todo esto está encadenado: ¿por qué se oponían a que yo llevara a cabo esas ordenaciones? Porque la Fraternidad había sido suprimida y, por lo tanto, el seminario debería haber estado clausurado. Pero precisamente yo no había aceptado ni esa supresión ni ese cierre del seminario porque ambas cosas habían sido decididas ilegalmente, porque las medidas tomadas presentaban diversos vicios canónicos tanto de forma como de fondo (especialmente lo que los autores de derecho administrativo llaman "desvío de poderes", es decir la utilización de competencias contra el fin para el cual ellas deben ejercerse). Habría sido menester que yo aceptara todo desde el comienzo, pero yo no lo acepté porque habíamos sido condenados sin juicio, sin ocasión de defendernos, sin amonestación, sin escritos y sin recursos. Una vez que uno rechaza la primera sentencia, no hay razón para no rechazar las otras, pues esas otras se apoyan siempre en aquélla. La nulidad de una sentencia acarrea la nulidad de las siguientes.

A veces se plantea otra cuestión a los fieles y a los sacerdotes: ¿se puede tener razón contra todo el mundo? En una conferencia de prensa el enviado de Le Monde me decía: "Pero, en definitiva, usted está solo. Está solo contra el Papa, contra todos los obispos. ¿Qué significa su combate?" Pues bien, el caso es que no estoy solo, tengo toda la tradición conmigo, la Iglesia existe en el tiempo y en el espacio. Y, además, sé que muchos obispos piensan como nosotros en su fuero interno. Hoy, después de la carta abierta al Papa que firmamos monseñor Castro Mayer y yo, somos dos los que nos hemos declarado abiertamente contra la "protestantización" de la Iglesia. Y tenemos con nosotros a muchos sacerdotes. Por otro lado, están nuestros seminarios que suministran ahora alrededor de cuarenta nuevos sacerdotes por año, nuestros doscientos cincuenta seminaristas, nuestros treinta hermanos, nuestras sesenta religiosas, nuestros treinta oblatos; tenemos monasterios que se fundan y se desarrollan y una multitud de fieles acude a nosotros.

La verdad, por lo demás, no se hace con el número, el número no hace la verdad. Aun cuando yo estuviera solo, aun cuando todos mis seminaristas me abandonaran y también me abandonara la opinión pública, eso me sería indiferente en lo que a mí respecta. Pues yo me atengo a mi Credo, a mi catecismo, a la tradición que santificó a todos los elegidos que están ahora en el cielo; yo quiero salvar mi alma. Ya se sabe demasiado bien lo que es la opinión pública; la opinión pública fue la que condenó a Nuestro Señor a los pocos días de haberlo aclamado. El domingo de Ramos y luego el Viernes Santo. Su Santidad Pablo VI me preguntó: "Pero, en fin, en el interior de usted mismo, ¿no siente algo que le reprocha lo que está haciendo? Usted causa en la Iglesia un escándalo enorme, enorme. ¿No se lo dice su conciencia?" Le respondí: "No, Santo Padre, de ninguna manera". Si hubiera tenido algo que reprocharme, habría dejado inmediatamente de hacerlo.

El papa Juan Pablo II no confirmó ni anuló la sanción pronunciada contra mí. En la audiencia que me concedió en 1979, después de una prolongada conversación, parecía bastante dispuesto a dejar la libertad de elección en materia de liturgia, a dejarme obrar como me parece, en suma, lo que reclamo desde el principio: "la experiencia de la tradición". Tal vez había llegado el momento en que las cosas iban a arreglarse; tal vez ya no habría ese ostracismo contra la misa de la tradición, ya no habría más problemas. Pero el cardenal Seper, que estaba presente, vio el peligro y exclamó: " ¡Pero, Santo Padre, ellos hacen de esta misa una bandera!" La pesada cortina que se había levantado un instante volvió a caer. Habrá que esperar aún.

Mons. Marcel Lefebvre

(Continuará)