sábado, 21 de enero de 2012

EL MÁRTIR MODERNO


G.K.CHESTERTON

Título original: «The modern martyr»,en All Things Considered

Traducción de Juan Manuel Salmerón


El incidente de las sufragistas que se encadenaron a la verja de Downing Street constituye una buena alegoría irónica de lo que es el martirio moderno, el cual suele consistir en encadenarnos para quejarnos de que no somos libres. Unos dicen que estos numeritos retardan la causa del sufragio femenino, otros que son lo único que la hace avanzar. Hablando en puridad, no creo que tengan el menor efecto ni en un sentido ni en el otro.

La idea moderna de llamar la atención con simples demostraciones de impopularidad, como hacer que nos echen de un mitin o una asamblea o nos metan en la cárcel, es un gran error. Se funda en una falacia que tiene que ver con el verdadero sentido popular del martirio. La gente mira a la historia y ve que muchas veces las persecuciones no solo han dado publicidad a una creencia perseguida sino que hasta la han hecho progresar, dando de su validez el horrible y público testimonio de hombres moribundos. Esta paradoja supo expresarla pictóricamente el arte cristiano, representando a los santos que blanden como armas los instrumentos con los que fueron martirizados. Y como su martirio es arma para el mártir, hoy día pensamos que cualquiera que cause alguna que otra molestia en público se volverá al instante clamorosamente popular. Este tipo de martirio mal entendido no es exclusivo de las sufragistas; lo practican muchos movimientos que respeto y algunos que apruebo. Existió, por ejemplo, en el de los Resistentes Pasivos, parte de cuyos bienes fueron puestos en venta. La idea es que si uno muestra sus ideas (o incluso sus ambiciones políticas) siendo una molestia para sí mismo y para el prójimo, adquirirá la fuerza de los grandes santos que murieron en el rogo. Cualquiera al que empujen cinco minutos en un vestíbulo o pase cinco días en la cárcel habrá realizado lo que se entiende por martirio y se habrá ganado la aureola en el arte cristiano del futuro. La señora Pankhurst será representada con un policía en cada mano, los instrumentos de su martirio. El resistente pasivo será representado cargando con la tetera que le arrebataron unos subastadores tiránicos.

Pero hay una falacia en esta analogía del martirio, pues el especial carisma que confiere el ser perseguido solo se da en caso de persecución extrema. Lo único que demuestra el entusiasta moderno que pasa alguna incomodidad por sus creencias o ideas es que las tiene, de lo cual nadie dudaba. Nadie duda de que al apóstol del inconformismo le importa más el inconformismo que su tetera. Nadie duda de que la señora Pankhurst desea más poder votar que pasar una tarde tranquila sentada en un sillón. Todas nuestras opiniones merecen que nos peleemos un poco por ellas: recuerdo que durante la guerra de los bóers, un día, a la salida de Queen’s Hall, reñí con un oficinista partidario del imperio, y le reventé y me reventó la nariz; pero dudo de que este incidente pueda causar el mismo efecto psicológico que el que causaba el anfiteatro romano o la hoguera. Porque lo que de verdad impresiona no es el hecho de que un hombre sacrifique su tiempo y su comodidad por defender lo que piensa.

El martirio de los cristianos no impresionaba a los paganos simplemente porque demostraba lo convencidos que estaban de sus creencias. El caso del martirio extremo es mucho más sutil. Es que da la impresión de que al mártir lo respalda algo especialmente fuerte, de que está poseído por algún poder. Más esto solo ocurre cuando su integridad física es destruida, cuando todas las fibras de su cuerpo se retuercen de dolor. Si vemos a un hombre tronchándose de risa mientras lo despellejan vivo, con buen acuerdo podremos deducir que en algún rincón de su mente está pensando en algún buen chiste. Análogamente, los espectadores que veían reír y cantar (como reían y cantaban) a unos hombres a los que estaban escaldando o despedazando, creían en la existencia de algo que no era simple honestidad intelectual: creían en la existencia de un placer nuevo e ininteligible que, era de presumir, venía de algún sitio. Podía ser la fuerza de la locura, o un falso espíritu infernal, pero era algo efectivo y extraordinario, tan efectivo como el brandy y tan extraordinario como la prestidigitación.

El pagano se decía: «Si el cristianismo hace feliz a un hombre al que un león come las piernas, ¿no podría hacerme feliz a mí, que me paseo tranquilamente con mis dos piernas intactas?». Los laicistas se empeñan en explicar que el martirio no prueba la verdad de una fe, como si hubiera alguien tan necio que lo pensara. Lo que el martirio probaba o, mejor dicho, daba a entender poderosamente, era que en la psicología humana había entrado algo más fuerte que el más fuerte de los dolores. Cuando lo único que veía una joven a la que azotaban hasta matarla era una corona que descendía del cielo hacia ella, lo primero que se pensaba no era que sus creencias fuesen verdaderas, sino que de algún sitio sacaba su fuerza. Esta es la impresión psicológica que no inspiran ni de lejos los actuales casos de incomodidad o molestia públicamente exhibidas. La alegría de la señora Pankhurst no requiere explicaciones místicas. Si estuvieran quemándola viva como a una bruja y, en puro éxtasis, alzase la vista al cielo y viese descender una urna, entonces diría que el incidente, si no concluyente, sí sería tremendamente impresionante. No demostraría su derecho a votar, ni el derecho a votar de nadie, pero sería prueba de que en el voto había algo sacramental, algo de lo que el alma podía sacar una fuerza y un placer efectivos e intensos, capaces de oponerse al dolor efectivo y abrumador.

Aconsejo, pues, a los agitadores modernos que abandonen este método: el método de hacer grandísimos esfuerzos para ganarse pequeñísimos castigos. Así no pasarán a la historia, se lo aseguro; el castigo es demasiado leve, los esfuerzos son demasiado obvios. Sus sacrificios no tienen la efectividad de los crueles martirios antiguos, porque no dejan a la víctima absolutamente sola con su causa, de manera que esta sea lo único que la sostiene. Al mismo tiempo tienen ese elemento de pantomima y absurdo que fue lo más cruel en la muerte y escarnio de los verdaderos profetas. San Pedro fue crucificado boca abajo por una broma inhumana; pero su humana seriedad sobrevivió a la inhumana befa, porque en cualquier postura habría muerto por su fe. Los mártires modernos como la señora Pankhurst se exponen a caer en el absurdo sin sufrir lo bastante para eclipsar la absurdidad. Son como san Pedros que se pusieran cabeza abajo diez segundos y esperaran luego que los canonizasen.

También podemos plantear la cuestión así: los martirios modernos fracasan incluso como demostración, porque ni siquiera demuestran que los mártires sean completamente serios. Yo pienso que los mártires modernos sí son por lo general serios, incluso demasiado serios, pero que su martirio no lo demuestra, y el público no siempre los cree. No cabe duda de que el doctor Clifford está muy sinceramente indignado por lo que él considera clericalismo, pero no lo demuestra haciendo que le subasten la tetera; porque uno puede querer que le subasten la tetera como una actriz que le roben los diamantes: por propaganda personal. Es verdad que la señora Pankhurst se toma muy en serio la cuestión del voto femenino; pero no lo demuestra haciendo que la echen de los mítines y reuniones. A una persona pueden expulsarla de un mitin por lo mismo que expulsan a los jóvenes de un music-hall: porque se divierten. Pero nadie se ha arrojado a los leones por llamar la atención. Ninguna mujer se ha dejado asar en una parrilla por diversión. A Santa Perpetua y a santa Fe pongo por testigos. Claro es que estos entusiastas no tienen la culpa de no ser sometidos a los contundentes castigos de antaño; seguro que pasarían por ellos tan triunfalmente como santa Águeda. Simplemente estoy dándoles un consejo político, dadas las circunstancias. Y les digo que sus sacrificios no impresionan a nadie porque no son ni pueden ser más decisivos que los sacrificios que la gente hace por divertirse cuando ha bebido. Los borrachos interrumpen mítines y pagan las consecuencias. En cuanto a que subasten teteras, supongo que es algo que daría grandísimo placer a todo borracho que se precie. La propaganda no basta; no dice nada. Si a mí tuvieran que martirizarme por una opinión (lo cual es más difícil que decirlo), sería sin duda por una o dos de mis opiniones más sagradas. Quizá me dejaría matar por Inglaterra, pero ciertamente no por el imperio británico. Es posible que diese mi vida por la libertad política, pero ciertamente no por el librecambio. Pero el alboroto que arman las sufragistas yo estaría dispuesto a armarlo tanto por mi opinión más superficial como por mi opinión más profunda. Nunca sería nada peor que una molestia, ni nada mejor que una juerga. Por eso el ciudadano británico, sobre todo de las clases trabajadoras, mira estas manifestaciones con indiferencia; porque, aunque respondan a los más fanáticos motivos, también pueden responder a los más frívolos.