viernes, 9 de agosto de 2013

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (IX)


CAPÍTULO 9

De los bienes y provechos grandes que hay 
en el ejercicio del propio conocimiento. 

Para que nos animemos más a este ejercicio de nuestro propio conocimiento, iremos diciendo algunos de los grandes medios y provechos que hay en él. Ya queda dicho (cap. 5) uno muy principal, que es ser fundamento y raíz de la humildad y medio necesario para alcanzarla y conservarla. Preguntado uno de aquellos Padres antiguos cómo podría uno alcanzar la verdadera humildad, respondió: El que apartare los ojos de las faltas ajenas y los pusiere en las suyas propias, cavando y ahondando en su propio conocimiento, ese alcanzará la verdadera humildad. Esto sólo bastaba para que procurásemos darnos mucho a este ejercicio, pues tanto nos va en alcanzar la virtud de la humildad. 

Pero pasan adelante los Santos y dicen que el humilde conocimiento de sí mismo es más cierto camino para conocer a Dios que el profundo ejercicio de todas las ciencias. Y esa es la razón que da San Bernardo, porque ésta es más alta ciencia que las demás y de mayor provecho, porque por aquí viene el hombre en conocimiento de Dios. Lo cual dice San Buenaventura que nos da a entender aquel misterio del sagrado Evangelio, que Cristo Redentor obra en aquel ciego desde su nacimiento, poniéndole lodo en los ojos, le dio vista corporal con que se viese a sí, y vista espiritual con que conociese a Dios y le adorase. Así, dice, a nosotros, que nacemos ciegos con ignorancia de Dios y de nosotros mismos, nos da Dios vista, poniendo sobre nuestros ojos el lodo de que fuimos formados, para que, considerando que fuimos un poco de lodo, recibamos vista con que nos veamos y conozcamos primero a nosotros, y de ahí vengamos a conocer a Dios.

Esto mismo pretende la Iglesia nuestra Madre con aquella santa ceremonia, que usa al principio de la Cuaresma, de ponernos lodo encima de los ojos: Acuérdate, hombre, que eres lodo y polvo, y que en eso te has de volver; para que, conociéndose a sí, venga a conocer a Dios, y a pesarle de haberle ofendido, y hacer penitencia de sus pecados. De manera que el verse y conocerse a sí mismo, el considerar el hombre su lodo y su bajeza, es medio para venir en conocimiento de Dios. Y mientras más conociere uno su bajeza, más conocerá y echará de ver la grandeza alteza de Dios. Porque un contrario puesto junto de su contrario, y un extremo puesto delante del otro extremo, echase más de ver: lo blanco puesto sobre lo negro resplandece y campea mucho más. Pues el hombre es la suma bajeza, y Dios la suma alteza; son dos extremos contrarios; de ahí es que mientras más uno se conoce a sí mismo, viendo que de sí no tiene bien ninguno, sino nada y pecados, más echa de ver la bondad y misericordia y liberalidad de Dios que se inclina a amar y tratar con tan grande bajeza como la nuestra.

De aquí se viene el ánima a encender e inflamar mucho en amor de Dios, porque nunca se acaba de maravillar y de dar gracias a Dios, viendo que siendo el hombre tan miserable y malo, le sufre Dios y le hace tantas mercedes, que muchas veces no nos podemos nosotros sufrir a nosotros mismos, y que sea tanta la bondad de Dios y misericordia para con nosotros, que no sólo nos sufra, pero que diga Él (Prov., 8, 31): Mis deleites son estar con los hijos de los hombres. ¿Qué hallasteis, Señor, en los hijos de los hombres, para que digáis que vuestros deleites son estar y conversar con ellos?  

Por esto usaban tanto los Santos este ejercicio del propio conocimiento, para venir en mayor conocimiento de Dios y en mayor amor de su divina Majestad. Este era el ejercicio y oración que usaba San Agustín: Dios mío, que siempre estás en un ser y nunca te mudas, conózcame a mí y conózcate a Ti. Esa era la oración en que el humilde San Francisco gastaba los días y las noches: ¿Quién Vos, y quién yo? Por aquí vinieron los Santos a muy alto conocimiento de Dios. Este es camino muy seguro y cierto para eso; y mientras más bajareis y ahondareis en vuestro propio conocimiento, más subiréis y creceréis en el conocimiento de Dios, y de su bondad y misericordia infinita; y también mientras más subierais y crecierais en el conocimiento de Dios, más bajaréis y medraréis en el vuestro. Porque la luz celestial descubre los rincones, y hace avergonzar al alma de lo que aun a los ojos del mundo parece muy bueno. Dice San Buenaventura: Así como cuando los rayos del sol entran en un aposento se parecen luego los átomos, así el alma ilustrada con el conocimiento de Dios, con los rayos de aquel verdadero Sol de Justicia, luego ve en sí aun las cosas mínimas, y así viene a tener por malo y defectuoso lo que, el que no tiene tanta luz, tiene por bueno. 

Esta es la causa porque los santos son tan humildes y se tienen tan en poco, y mientras mayores santos, son más humildes y se tienen en menos. Porque, como tienen más luz y mayor conocimiento de Dios, se conocen mejor a sí, y ven que de su cosecha no tienen sino nada y pecados; y por mucho que se conozcan, y por muchas faltas que vean en sí, siempre creen que hay otras muchas que ellos no ven, y creen que la menor parte de sus males es la que ellos conocen, y por tales se tienen. Porque así como creen que Dios es más bueno de lo que ellos conocen, así también creen que ellos son más malos de lo que alcanzan. Así como por mucho que conozcamos y entendamos de Dios, no le podemos comprender, sino siempre hay en Él más y más que entender y conocer, así, por mucho que nos conozcamos a nosotros, y por mucho que nos despreciemos y humillemos, no podremos abajar ni llegar a lo profundo de nuestra miseria. Y esto no es encarecimiento, sino verdad llana; porque como el hombre no tiene de su cosecha sino nada y pecados, ¿quién podrá humillarse y abajarse tanto, cuanto merecen estos dos títulos? 

De una Santa se lee que pidió a Dios luz para conocerse, y vio en si tanta fealdad y miseria, que no lo pudo sufrir, y tornó a suplicar a Dios: Señor, no tanto, que desmayaré. Y el B. Padre Maestro Ávila dice que conoció él a una persona que rogó muchas veces a Dios que le descubriese lo que ella podía ser; le abrió Dios los ojos tantico, y le hubiera de costar caro; se vio fea y abominable, que a grandes voces decía: ¡Señor, por vuestra misericordia quitadme este espejo, de delante de mis ojos; no quiero ver más mi figura! 

De aquí nace también en los siervos de Dios aquel odio y aborrecimiento santo de sí mismo de que dijimos arriba, porque cuanto más conocen la bondad inmensa de Dios y más la aman, tanto más se aborrecen a sí mismos, como a contrarios y enemigos de Dios, conforme a aquello de Job (7. 20): [¿Por qué me has puesto contrario a Ti, y a mí mismo soy pesado?] Ven que en sí mismos tienen la raíz de todos los males, que es la mala y perversa inclinación de nuestra carne, de la cual proceden todos los pecados, y con este conocimiento se levantan contra sí mismos y se aborrecen. ¿No os parece que es razón aborrecer a quien os hizo dejar y trocar un bien tan grande, como es Dios, por tomar un poco de gusto y contentamiento? ¿No os parece que es razón tener odio a quien os hizo perder la gloria eterna, y merecer el infierno para siempre jamás? A quien os causó tanto mal y aun todavía lo procura, ¿no os parece que es razón aborrecerle? Pues éste sois vos, contrario y enemigo de Dios, y contrario y enemigo de vuestro propio bien y de vuestra salvación. 

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS.
Padre Alonso Rodríguez, S.J