viernes, 16 de enero de 2015

MÁRTIRES - HISTORIA DEL MARTIRIO DE LOS BEATOS MÁRTIRES PASIONISTAS DE DAIMIEL



P. AURELIANO PAGOLA, C.P.

I
PRENDIMIENTO

Ofrenda de la vida

Eran las 11.30 de la noche del 21 al 22 de julio de 1936. Un murmullo de amenazas rodea el convento, situado a las afueras de la ciudad. Suena con impaciencia la campanilla de la portería, y el hermano portero con algún religioso más baja a abrir, y se encuentro con unos milicianos que imperiosamente le dicen:

Por orden de la autoridad, tienen que desalojar el convento en el espacio de una hora.
Asustado el hermano, comunica la orden al P. Provincial, Nicéforo de Jesús y María, que manda se levante la Comunidad, y cambiando el hábito por un improvisado traje seglar, bajan a la iglesia, punto de partida de la tragedia que va a comenzar.

El P. Provincial, revestido de sobrepelliz y estola, da la absolución a todos los religiosos, abre el sagrario y, con varonil entereza, les exhorta a ofrecer sus vidas a Jesús Crucificado, consumando la oblación del día de su Profesión Religiosa...:

— Hijos míos, les dice,
éste es nuestro Getsemaní...
Nuestra naturaleza en su parte débil desfallece y se acobarda...
Pero Jesucristo está con nosotros...
Yo os voy a dar al que es la fortaleza de los débiles...
A Jesús le confortó un ángel. A nosotros es el mismo Jesucristo el que nos conforta y sostiene...
Dentro de pocos momentos estaremos con Cristo…
— Moradores del Calvario, ánimo. ¡A morir por Cristo!...
A mí me toca el animaros y yo mismo me estimulo con vuestro ejemplo...

Después de algunas frases más, entrecortadas por la emoción y las lágri¬mas, dio la Comunión, «aquella Comunión..., como yo no he visto ninguna Comunión», diría uno de los supervivientes.
Consumidas las Sagradas Especies, mandó abrir las puertas de la iglesia y suplicó al que parecía ser el jefe que, si habían de morir, allí mismo les die¬ran muerte. Pero, en verdad, allí no estaba sino el Getsemaní. Al Calvario no habían llegado todavía. Lo encontrarían más tarde y en otro lugar.


El Viacrucis

Les obligan a salir de la iglesia y, escoltados por más de doscientos hombres armados, siguieron el camino del cementerio, convirtiéndose para ellos en «vía dolorosa».

Atrás queda el Convento, expuesto a la incierta eventualidad de las llamas o a la profanación.
Enfrente, la negra silueta de las tapias y cipreses del cementerio, en aquella noche de luna, recortada siniestramente en el horizonte, y proyectando en sus ánimos los más tétricos pensamientos.

Presagiando una segura e inevitable muerte trágica, mutuamente se animan a consumar su sacrificio, tan generosamente iniciado momentos antes al pie del altar.

En fila de dos en dos — dice un testigo —, nos condujeron hasta el cementerio... Nuestra fantasía había cavado la fosa. ¿Nos matarían, o nos enterrarían vivos? La muerte nos acobardaba. Pero la idea de ser enterrados vivos era algo espeluznante.

Yo — dice otro testigo superviviente —, iba rezando el acto de contricción, y pidiendo a Dios y a la Santísima. Virgen me dieran fuerza y valor para resistir a los dolores del martirio. Sin hablar ni una palabra, y pensando solamente en Dios y en el martirio llegamos a la puerta del cementerio.

Esperando están la hora de que se les dé muerte, cuando llega corriendo un emisario para hablar con el que hace las veces de jefe, y después de intercambiar algunas palabras entre ellos, les ordena:

— «Váyanse carretera adelante y no se les ocurra pisar de nuevo el término de Daimiel, porque entonces ya no responderemos de sus vidas».

No obstante, ellos fueron los primeros responsables, puesto que a las pocas horas avisaban a los pueblos limítrofes por donde pasaban los Pasionistas...: «Os mandamos carne fresca... No la dejéis pasar».


La despedida

La inesperada libertad que en el cementerio se les dio, les permitió respirar y después de caminar un trecho hasta la carretera-empalme que conduce a Bolaños, hacen un alto.

Libres por el momento, rezan juntos y después deliberan el rumbo que habían de tomar para poder llegar a buen término, pasando desapercibidos. Determinan separarse en grupos. Los más experimentados irán con los más inexpertos. El P. Provincial distribuyó el poco dinero sacado del Convento — 25 pesetas por religioso — y así se disponen a marchar, tomando diversos caminos, por Madrid a Zaragoza, donde estarían a salvo. Se dieron el ósculo de la paz, y un abrazo fraternal y se despidieron. Qué ósculo y qué abrazo, dados en la persuasión de que ya nunca se verían más en este mundo.

Veintiuno de los religiosos emprendieron el camino por la carretera que conduce a Bolaños, en dirección a «El Campillo», nombre dado a un apeadero entre las estaciones de Daimiel y Almagro.
En las primeras horas de la mañana del día 22 de julio llegaron al apeadero. Allí encontraron almas caritativas, el jefe de la estación y su esposa, que los acogieron con compasión y de los que recibieron alivio y algo que comer. En esta estación dejaremos al grupo que se dirigirá a Manzanares, para acompañar a los nueve religiosos que van hasta Ciudad Real, y seguirles en las distintas fases de su martirio.


II
CALVARIO Y MARTIRIO


Alas puertas de Madrid (en Carabanchel)

A eso de las 9 de la mañana llega el tren correo que viene de Alcázar de San Juan a Ciudad Real. En él suben 9 de los 21 religiosos que llegaron a «El Campillo». Son los Padres Germán de Jesús y María, Superior, y Felipe del Corazón de María. También los cohermanos estudiantes Mauricio del Niño Jesús, José de Jesús y María, Julio del Corazón de Jesús, José María de Jesús Agonizante, Laurino de Jesús Crucificado, y los hermanos coadjutores Anacario de la Inmaculada y Felipe de San Miguel.

A las doce del mediodía llegaron a la estación de Ciudad Real los religiosos de Daimiel.

Antes de bajar del tren ya están prisioneros. Y para dar algún matiz de culpabilidad, sus desconocidos perseguidores usan de la calumnia y acusan al Gobierno Civil de que dichos religiosos «están disparando contra el pueblo». Singular acusación. Ellos que no tienen más armas que la paciencia y la resignación, son acusados de asesinos.

Atados con una soga al cuello, y uno en pos de otro, son paseados por las calles de Ciudad Real hasta llegar al Gobierno Civil. En el camino, aunque vestidos de paisanos, se les conoce que son religiosos, por su modestia y humildad.

El populacho los insulta y apedrea.

El cohermano José de Jesús y María (Osés), es alcanzado por un ladrillo en la cabeza, de cuya herida mana abundante la sangre.

Cuando años más tarde, el que era Secretario del Gobernador se entera de que ha comenzado el Proceso de Beatificación, escribe al Vice-Postulador:

— Todo me parece poco para conseguir la exaltación de aquellos inocentísimos y ejemplarísimos religiosos, que dieron su sangre por confesar a Jesucristo...

— Por tu causa somos matados todo el día. Fuimos contados como ovejas destinadas al degüello.

— Yo lo vi con mis propios ojos y lo sentí y lo siento ahora como entonces con mi propio corazón. 

Aquella mirada dulcísima del P. Germán, la mansedumbre atrayente del P. Felipe, las fisonomías candorosas de los estudiantes José María Ruiz Martínez, Maurilio Macho, José Osés, Julio Mediavilla, Laurino Proaño, y la de los hermanos Felipe Ruiz Fraile y Anacario Benito, permanecen grabadas en mi alma, y espero que por aquella inmensa y profunda, pero impotente compasión con que les hablé a hurtadillas, horas antes de su martirio, ellos me han de alcanzar misericordia a la hora de mi muerte.

En el Gobierno, merced a este buen señor, D. Antonio Sánchez Santillana, tuvieron algún desahogo. Les desataron las sogas y descansaron. Se les tomó declaración y se les extendió un salvoconducto que bien pudiera ser considerado como su sentencia de muerte, dadas las circunstancias. Decía así:

El portador de este documento es N. N, de X años de edad. Es un Religioso Pasionista procedente de Daimiel que se dirige a Madrid.

En defecto de documentos normales de identificación, hago constar — como primera autoridad de la Provincia —, la personalidad del interesado.
Ciudad Real, 22 de julio de 1936. El Gobernador Civil

En aquellos tiempos que se perseguía todo lo religioso, todo lo cristiano, el dar a conocer su estado religioso, no podía ser más que la consigna para encarcelarlos y darles muerte, como así sucedía pocas horas más tarde en las puertas de Madrid.

De Ciudad Real, y para que la chusma que rodeaba el Gobierno Civil y pedía a gritos la muerte de aquellos religiosos humildísimos no pudiera agredirles, fueron trasladados en una camioneta a Malagón, para que allí pudieran tomar el tren que a eso de las cuatro y media de la tarde pasaba para Madrid.

En efecto, tomaron el tren Badajoz-Madrid en la estación de Malagón, con dirección a la capital de la nación. ¿Qué sucedió en el trayecto Malagón-Madrid? Muy fácilmente lo podemos adivinar. Los milicianos, que vigilaban estaciones y trenes, muy pronto los tomarían por sospechosos. Exigencia de documentos, cacheos, burlas, insultos y amenazas se sucederían constantemente. Bien los podemos considerar como corderos conducidos al matadero. Sus vidas consagradas al Señor, ofrecidas mil veces desde la noche anterior en holocausto espiritual, habían sido aceptadas por Dios, y dentro de breves horas se inmolarían en sacrificio cruento.

Hacia las 9 de la noche tiene la llegada el expreso a Madrid y, a las once, se oían los disparos que segaban las vidas de aquellos religiosos, junto a las tapias de la Casa de Campo, en el término de Carabanchel.

A la mañana siguiente, en los contornos del suceso, todos sabían que los nueve asesinados eran religiosos. Horas más tarde, la Cruz Roja recogía los cadáveres y los llevaba al depósito de Carabanchel, en donde se les identifica por el «salvoconducto» dado en Ciudad Real.

La causa de su muerte la ostentaban en sus muñecas: «RELIGIOSOS PASIONISTAS DE DAIMIEL».


En Manzanares

Inmolación victimal. Primeros muertos y heridos

Rumbo distinto querían tomar los demás religiosos que quedaban en «El Campillo». Allí permanecieron todo el día esperando que las sombras de la noche ocultaran su presencia a su paso por Daimiel.

Las personas con quienes trataron testifican su bondad, paciencia y sencillez. Algunas personas recibieron algunos objetos religiosos, medallitas, y algún crucifijo, que hoy ostentan con orgullo, por haber pertenecido a los perseguidos religiosos que murieron por el nombre de Dios.

Al anochecer, tornaron el tren que se dirige de Ciudad Real a Alcázar de San Juan, pasando por Daimiel y Manzanares. Eran doce. Sus nombres son: los Padres Nicéforo de Jesús y María, Provincial; Ildefonso de la Cruz, Director de estudiantes; Justiniano de la Virgen Dolorosa, y los cohermanos estudiantes Eufrasio del Amor Misericordioso, Tomás del Santísimo Sacramento, José de los Sagrados Corazones, Fulgencio del Corazón de María, Honorino de la Virgen Dolorosa, Epifanio de San Miguel, Abilio de la Cruz, Zacarías del Santísimo Sacramento, y José María de Jesús.


No estaban tan libres como parecían.

Los mismos que les expulsaron del Convento, seguían todos sus pasos y determinaciones. No bien pasaron por Daimiel, la noticia de su paso para Manzanares se comunicó por teléfono: «Ahí van los Pasionistas de Daimiel. Te mando carne fresca, no la dejes pasar...»

En efecto, apenas llegó el tren a Manzanares, se les obligó a abandonarlo, siendo conducidos al Ayuntamiento y encerrados en los calabozos, en donde pasaron la noche. A la mañana siguiente, 23 de julio, fueron conducidos a la estación, para tomar el tren que pasaba a las seis de la mañana. El jefe de estación les dio los billetes para Madrid, pero en aquel momento se presenta uno de los «jefes» e increpa al mismo jefe de la estación, amenazándole con la pistola, por haber facilitado el pase para Madrid.

El P. Nicéforo se pone de rodillas, pidiendo clemencia para aquel buen señor. Mas esta humildad enfurece a sus perseguidores. La aglomeración de la gente es grande. Milicianos armados y mujerzuelas enfurecidas, exigían la muerte de aquellos inocentes religiosos. Quedaron a merced de aquella gente enfurecida.

Los condujeron a un campo vecino a la estación y allí, mientras pasaba el tren que debían tomar para Madrid, caían bajo el plomo asesino, diseminados por el campo, derramando así su sangre generosa por la nobilísima causa de ser religiosos y estar al servicio de Dios.

El Padre Nicéforo, herido como estaba, sonreía a sus verdugos. Como Pastor y Padre, veía complacido cómo a su rebaño se le abría la puerta del cielo. Uno de los asesinos le increpó: ¿Todavía ríes? Y acercándose con rabia le asestó dos tiros que le unirían con su Dios.

De los doce religiosos que quedaban tendidos en tierra y empapados en su sangre, sólo cinco murieron en el acto: el Padre Nicéforo de Jesús y María, José de los Sagrados Corazones, Epifanio de San Miguel, Abilio de la Cruz y Zacarías del Santísimo Sacramento. Los otros siete quedaron con vida.

Hasta bien entrado el día, serían las 10 de la mañana, quedaron los muertos y heridos tendidos en el campo. Fueron recogidos a esa hora y conducidos por la Cruz Roja al Hospital. Aquí empezaría un nuevo género de martirio para los supervivientes. Cuando del coche los trasladaban en camillas al hospital, algunas mujeres se ensañaron con ellos, golpeándoles con las alpargatas. Más tarde dirá uno de los heridos:

Mucho tuvimos que sufrir; pero cuando nos pegaron con las alpargatas, heridos como estábamos, nos llegó al alma.

Los siete supervivientes, Padres Ildefonso de la Cruz y Justiniano de la Virgen Dolorosa, y los estudiantes Tomás del Santísimo Sacramento, Honorino de la Virgen Dolorosa, José María de Jesús, Eufrasio del Amor Misericordioso, y Fulgencio del Corazón de María, encontraron en el hospital su tranquilidad y descanso, pues al verse rodeados por las abnegadas Hermanas de la Caridad, exclamaron: «Gracias a Dios...»

Fue un gracias a Dios hondo y sincero, cuando se encontraron con perso¬nas a Él consagradas y de los mismos sentimientos.


En el Hospital

Las primeras curas tuvieron que ser horribles.

No obstante, ninguno se quejaba. Lo sufrieron todo con verdadero heroísmo. Sufrimiento y heroísmo que se prolongó durante tres meses.

El cohermano Fulgencio del Corazón de María, con el cuerpo destrozado por los disparos y privado de conocimiento, fue puesto en habitación distinta, en el duro suelo, sin permitir a las buenas religiosas que le asistieran. Bañado por completo en su propia sangre, y completamente solo, moría a las pocas horas.

El Padre Ildefonso, al enterarse de tan feliz muerte, exclamó:

Dichoso de él, que ha logrado ya la palma del martirio. En cambio, a nosotros se nos ha ido de las manos.

Estos mismos sentimientos y añoranzas de martirio las vemos en todos los demás religiosos. Y el Señor colmó sus deseos, mas no sin antes pasar por mayores pruebas que les esperaban por la fe en Cristo.

En la primera noche que pasaron en el Hospital, el Padre Ildefonso, herido como estaba, se arrastró como pudo hasta la cama de un seglar moribundo para darle la absolución. Acto verdaderamente heroico, si consideramos sus recientes heridas, pero, sobre todo, el peligro de muerte que corría, pues el Hospital estaba lleno de gentes hostiles.

Las Religiosas que atendían el Hospital, estaban amenazadas de ser arrojadas de él. Los enemigos de Dios no podían sufrir que los Ángeles de la Caridad regentasen el Hospital, cumpliendo su misión religiosa.

Pero no es eso lo que les preocupa. Ocultamente tienen el Santísimo que había quedado de los días de paz. El Padre Ildefonso nuevamente no teme. Se levanta de su lecho del dolor, y después de confesar a algunas religiosas dio la Comunión a la Comunidad. Después se las arregló también para llevar la Comunión a sus compañeros de martirio, diciendo a cada uno cuando se acercaba:

Te traigo al Señor...

Después consumió las Sagradas Especies. Ésta fue su última Comunión. Y como en las Catacumbas los primeros cristianos, les preparó con fortaleza para la lucha que todavía les esperaba.

Los heridos iban mejorando poco a poco.
Las curas eran dolorosas.
La paciencia inalterable.

El cohermano Honorino estaba herido en un brazo que pretendieron en un principio amputar. Al preguntarle un día si sufría mucho, respondió:

Sí, pero soy Pasionista...

El cohermano José María de Jesús, herido en la boca por uno de los disparos, cuando en las curas alguien mostraba compasión, decía:

No se apuren, aprieten, no se apuren.

Y su hermano carnal, el cohermano Tomás, cuyas venas estaban muy hinchadas, también aspiraba a derramar su sangre por Cristo, y decía:

Veo esta sangre derramada por Cristo.

El Padre Justiniano, herido en la cara, perdió la vista de un ojo. Más tarde, cuando ya casi curado hacía sus trabajos de enfermero, solía cantar:

Pobre Justiniano, ¿qué muerte te esperará? Do, re, mí, do, re, fa.
Morir por Cristo, fue todo mi ideal.

Y el cohermano Eufrasio, al proponerle que se quedara de maestro, dijo: No, morir por Cristo.
Todos, sin excepción, estaban dispuestos al martirio y conservaban en su corazón aquellas palabras del P. Provincial, en su exhortación final:

Moradores del Calvario, ánimo, a morir por Cristo.

Habían conservado esa voz y ahora la hacían suya.

La vida de los religiosos en el Hospital fue de verdadero martirio. Una vez pudieron levantarse del lecho, se les encomendó los quehaceres del Hospital. Unos hacían de cocineros, otros de enfermeros, otros dedicados a la limpieza. Con su caridad y solícitos servicios se captaron las simpatías de todos. Digo mal, de todos, no. Estaban custodiados y bajo vigilancia rigurosa. Los milicianos venían a visitarlos muchas veces y decían delante de ellos: «Hay que curarlos pronto para matarles a todos...» Días había, y muy frecuentes, en que reuniéndolos a todos, simulaban un nuevo fusilamiento.

No permitían que se les tratara bien y, como gozándose de su cercano fusilamiento, les repetían:

 — «Cuanta más sangre recuperéis, más tendréis que verter».

La piedad de los religiosos no desmereció en nada, no obstante la vigilancia y las amenazas de los enemigos. Reunidos si podían, o en privado, rezaban todos los días el Santo Rosario y hacían sus prácticas de piedad, lo que infundía en sus corazones la paciencia, la caridad, incluso para con sus enemigos y, sobre todo, la esperanza del martirio.

«AMAD A VUESTROS ENEMIGOS, haced el bien a los que os odian, y rogad por quienes os persiguen y calumnian», fue el programa que cumplieron los tres meses, siguiendo el mandato del Señor.

— «Es menester liquidarlos, pues el buey muerto no muge». Ésta era la consigna reiterada con amenazas. Y en pugna las enseñanzas de Cristo con las de sus perseguidores, se cumplieron las de éstos, para que brillara con más fulgor, vivida en unos religiosos, la doctrina del Maestro.


Segundo martirio

Era el 23 de octubre, tres meses justos de la fecha de su primer fusilamiento. Una camioneta se presenta en el Hospital y recoge a los seis religiosos pasionistas, que son conducidos a Ciudad Real.

¿Qué móviles existen para este viaje tan precipitado? ¿Quién ha dado la orden?... Lo cierto es que al mediodía se encuentran en la Capital de la Provincia, en el Gobierno Civil.

Una pregunta al Gobernador de uno de los milicianos: ¿Qué se hace con los Pasionistas de Daimiel?

Y la respuesta, rápida, lacónica, terrible, del Gobernador: ¡Que se los fusile!

Frases muy parecidas se habían cruzado veinte siglos antes en el Pretorio de Pilatos

«¿Qué hacemos con este hombre llamado Jesús?» «¡Crucifícale!», fue la contestación.

... Y el discípulo no es más que su Maestro.

A su regreso de Ciudad Real, el día del Santísimo Redentor, y en un lugar no muy lejano del primer martirio, recibían la palma que tres meses antes habían tocado con la mano.


En Urda

Después de darse el abrazo de despedida, un grupito formado por tres religiosos, se habían disgregado de los demás. Eran el P. Pedro del Corazón de Jesús, el cohermano Félix de las Cinco Llagas, y el hermano Benito de la Virgen del Villar.

Con la idea de huir del teatro de los acontecimientos de aquella noche del 21 al 22 de julio, se dirigieron, a campo través, buscando un lugar de descanso y un refugio seguro, aunque provisional, no lejos del convento. Llegan a una finca denominada «Flor de Rivera» y, al amparo de una buena familia, creyeron estar seguros. Mas los enemigos de Dios y de la Religión todo lo invaden y todo lo inspeccionan, y tienen que dejar aquel sitio, tomando rumbo hacia Malagón, sin duda con el fin de tomar el tren que los podía conducir a Madrid.

Apenas han llegado a la población son tenidos por sospechosos. De sospechar era para aquella gente, la modestia, la humildad y el recato de aquellos religiosos.

Los detienen y se les encierra en el calabozo, donde pasan toda la noche. Noche llena de incertidumbres y de angustias la del 24 al 25 de julio, en la que se reanuda su subida al Calvario, al que muy pronto han de llegar. De nada se quejan. Rezan el Santo Rosario y se preparan para lo que el Señor tenga dispuesto.

Al amanecer son puestos en libertad, de modo que pueden tomar el tren correo Badajoz-Madrid, que pasa por Malagón a eso de las seis de la madrugada.

En el tren se reanudan los insultos y amenazas de parte de los milicianos que en trenes y poblaciones abusan de la razón de la fuerza, dando martirio y muerte a capricho a toda persona religiosa que se cruce en su camino.

En Urda, Toledo, a 31 kilómetros de Malagón, se les obliga a bajar del tren y, sin más requisitos, se les coloca contra una pared para fusilarlos. Con la frente serena y la modestia en los ojos, dice un testigo, permanecían en pie, esperando la muerte.

A nada se resisten. Con serenidad y en silencio los suben de nuevo al tren, de donde los bajan al momento para que sea consumado el sacrificio que de sí tenían hecho. Eran religiosos, y bastaba ese «delito» para no tener derecho a la vida. Allí mismo, junto al depósito que surte de agua a las máquinas, los desconocidos jueces y verdugos dieron muerte a los tres religiosos.

El Señor recibía así el ofrecimiento generoso que de sus vidas tenían hecho. Los cadáveres quedaron tendidos en el campo, hasta las cuatro de la tarde, hora en que fueron conducidos a Yébenes en una camioneta.


En Ciudad Real

En el cruce de la carretera que conduce a Bolaños, dejamos a los restantes religiosos que salieron del Convento de Daimiel en aquella noche triste. Eran siete, con los que suman los 31 religiosos que componían la Comunidad del Retiro de Daimiel.

Carretera adelante, siguen a pie hasta el pueblo inmediato, Torralba, con el fin de encontrar comunicación para Ciudad Real. De ellos, el P. Juan Pedro de San Antonio, Vicario, y el Hermano Pablo María de San José, quedan algo rezagados, debido a su edad y a sus achaques. Sobre todo el buen Hermano que padecía llagas en las piernas. No obstante, todos juntos pudieron tomar el autobús que les condujo a Ciudad Real. En Ciudad Real se separaron de nuevo. Ya no se volverían a ver más en este mundo. El P. Juan Pedro y el Hermano Pablo María seguirían camino del Gólgota, en donde recibirían la palma del martirio. Los otros cinco, después de probar las amarguras de Getsemaní, y de padecer toda suerte de calamidades en cárceles y campos de concentración, serán los que quedan con vida, y cual los nuncios de Job, narren a los demás la suerte de sus hermanos.

Una vez en Ciudad Real, los dos religiosos llamaron a las puertas del Convento de los Hijos del I. Corazón de María, quienes les dieron una recomendación para una casa de huéspedes, calle Montesa, 6, en donde quedaron hospedados los dos meses que duró su vida.

En éste, al parecer, puerto seguro, se enteraron de lo acaecido a sus hermanos de hábito, en Manzanares y en Carabanchel, y desde allí seguían con ánimo angustiado el rumbo de los acontecimientos.

Su comportamiento en esta casa fue edificantísimo. Estaban persuadidos, según cuenta la dueña de la pensión, de que si eran descubiertos, perecerían en manos de sus perseguidores. Y tal era su convicción, que hablaban con mucha frecuencia del martirio, y el P. Pedro animaba y alentaba a los demás para soportar el martirio de cualquier manera que viniese. Para ello todos los días pedían esa gracia al Señor, fortaleciéndose con la oración y la práctica de santas devociones.

Hablando de la posibilidad de que los asesinaran, decían a la señora de la casa y a su hija:

Si alguno nos saca para fusilarnos, os pedimos que a nadie guardéis odio o rencor por el mal que nos hacen. El Señor lo permite así para nuestra santificación.

Del mismo modo transcurrieron dos meses hasta el día 25 de septiembre, en que los sacaron de la casa para no volver más. Alguien los había delatado.

A las diez de la mañana, se presentaron unos milicianos buscando a unos religiosos. La dueña de la casa les dice que allí no hay ninguno. Pero, al verlos, nadie puede confundirse. Su manera de comportarse los delata.

Al decir el Hermano Pablo que él hacía de zapatero, los milicianos examinaron sus manos, y le retorcieron el brazo con violencia.

Les hacen subir a un coche y son conducidos a la «checa» instalada en el Seminario.

¿Qué sucedió en aquella «checa»? ¿Qué acusaciones tenían contra estos dos religiosos a los que nadie conocía?...

Ninguna podían tener, más que la de serlo y la de declararlo con su porte afable y recogido. Y por eso mismo, eran condenados a muerte y ejecutados aquel mismo día junto al brocal de un pozo, en el cementerio de Carrión de Calatrava, a doce kilómetros de Ciudad Real.

Cuando algunos días más tarde, los mismos milicianos volvieron a la pensión en demanda de los objetos de los religiosos, dijeron que les habían dado el «pasaporte».

Y, encarándose uno de ellos con la señora, le dijo:

¿Por qué decía usted que no eran religiosos?

Y al insistir ella en la negativa, añade:

No sea usted tonta. No niegue que eran frailes. Ellos mismos lo han dicho, y en la muerte se les conoció. Han muerto con el crucifijo en la mano y gritando: VIVA CRISTO REY.

Habían cumplido sus anhelos de dar la vida por Cristo.

No nos queda otra cosa que pedir al Señor y esperar su glorificación.


III
CAUSAS DEL MARTIRIO

Si queremos indagar y examinar las causas y motivos de la muerte de nuestros Religiosos, muy fácilmente y sin ninguna dificultad habremos de descartar el odio personal y la cuestión política.

Ni siquiera hay necesidad de defender la calumnia, tan a la orden del día a la sazón, y que los enemigos de la Religión propalaban y hacían creer a la gente sencilla del pueblo, de que los Religiosos tenían armas y de que tal o cual tiro había sido disparado por ellos en contra de la gente. ¡Es tan absurdo!

La Comunidad de los PP. Pasionistas de Daimiel en nada se mezcló con política. Dedicada por completo al estudio y a los ministerios propios de los sacerdotes, a eso se limitaban.

Incluso la mayoría de los Religiosos eran Estudiantes. Y ni siquiera se les podía achacar el trato con la gente afecta, dado el rigor de la disciplina religiosa y pasionista que entonces se llevaba.

Además, los Religiosos, una vez arrojados del Convento, fueron asesinados en lugares lejanos. Nadie les conocía más que por su condición de Religiosos y de personas consagradas a Dios, que, aunque con traje seglar, publicaban con su modestia y religiosidad.

¿Cuáles fueron, pues, las causas de su muerte, lejos de su residencia, por personas extrañas y desconocidas, y sin ningún tribunal que los condenase...?

Parece evidente que había ideales encontrados. Y que la guerra no fue sólo una lucha política. Y que hubo verdadera persecución religiosa.

Para determinados fines, los sacerdotes y religiosos eran los primeros obstáculos que había que eliminar.

El odio prendió contra lo religioso hasta incendiar templos y conventos, con profanaciones abominables y asesinatos sin cuento.

Aquí está la causa de la muerte de nuestros religiosos de Daimiel.

Ésta, y no otra, es la causa de la muerte de nuestros Religiosos: Eran personas consagradas a Dios..., y había que darles muerte.

El mismo Salvador de Madariaga, que disentió abiertamente de la España franquista y de la misma Iglesia, reconoce en su «Ensayo de historia contemporánea (6.a edic., pp. 609-610) que el mero hecho de ser sacerdote era ya razón suficiente para merecer la pena de muerte.

Los religiosos pasionistas de Daimiel por eso murieron.

Dios quiso aceptar el sacrificio de sus vidas, que tantas veces le habían ofrecido...


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Los 26 Mártires Pasionistas de Daimiel fueron Beatificados por el Papa Juan Pablo II el 1 de Octubre de 1989.



Urna con las reliquias de los mártires pasionistas, bajo el altar.
Santuario del Cristo de la luz, Daimiel.