sábado, 22 de octubre de 2016

LA VIRTUD DE LA HUMILDAD (XXXIX)


CAPÍTULO 39 

Cuánto nos importa acogernos a la humildad, para suplir con ella lo que nos falta de virtud y perfección, y para que no nos humille y castigue Dios. 

El bienaventurado San Bernardo dice : «Muy necio es el que confía sino en la humildad; porque, hermanos míos, todos hemos pecado y ofendido a Dios en muchas cosas, y así no tenemos derecho sino a ser castigados.» «Si quisiere el hombre entrar en juicio con Dios, dice Job (9, 3), no podrá responder ni uno por mil; a mil cargos no podrá dar un buen descargo. ¿Pues qué resta y qué otro remedio nos queda, dice, sino acogernos a la humildad, y suplir con ella lo que falta en todo lo demás?» Y por ser este remedio de mucha importancia lo repite el Santo muchas veces, por éstas y otras semejantes palabras: «Lo que os falta de buena conciencia suplidlo de vergüenza; y lo que os falta de fervor y de perfección, suplidlo de confusión.» Y San Doroteo dice que el abad Juan encomendaba también mucho esto y decía: «Hermanos míos, ya que por nuestra flaqueza no podemos trabajar tanto, humillémonos siquiera, y con esto confío que nos hallaremos entre aquellos que trabajaron. Cuando después de muchos pecados os hallareis inhabilitado con falta de salud para hacer mucha penitencia, caminad por el camino llano de la santa humildad, porque no hallareis otro más conveniente medio para vuestra salud. Si parece que no podéis entrar en la oración, entrad en vuestra confusión; y si os parece que no tenéis talento para cosas grandes, tened humildad, y con esto supliréis la falta de todas esas cosas.» 

Pues consideremos aquí cuán poco nos pide y con cuán poco se contenta el Señor; nos pide, conforme a nuestra bajeza, que nos conozcamos y humillemos. Si nos pidiera Dios grandes ayunos, grandes penitencias, grandes contemplaciones, se pudieran algunos excusar, diciendo que para lo uno no tenían fuerzas, y para lo otro no tenían talento ni habilidad; sin embargo, para no ser humildes no hay razón ni excusa ninguna. No podéis decir que no tenéis salud ni fuerzas para ser humildes, o que no tenéis talento o habilidad para ello. Dice San Bernardo: «Al que quiere, no hay cosa más fácil que humillarse.» Eso todos lo podemos, y dentro de nosotros tenemos harta materia para ello (Miq., 6, 14). [Dentro de ti tienes la causa de tu confusión]. Pues acojámonos a la humildad y suplamos con confusión lo que nos falta de perfección, y de esa manera moveremos las entrañas de Dios a misericordia y perdón. Ya que sois pobre, sed humilde, y con eso contentaréis a Dios; pero ser pobre y soberbio, le ofende mucho. De tres cosas que pone el Sabio que aborrece mucho Dios, esa es la primera (Eccli., 25, 4): Pobre y soberbio. Eso aun acá a los hombres ofende. 

Más: humillémonos porque no nos humille Dios, que es cosa que Él suele hacer muy ordinariamente (Lc., 18, 14). Pues si queréis que Dios no os humille, humillaos vos. Éste es un punto muy principal y digno de ser considerado y ponderado muy despacio. El bienaventurado San Gregorio dice: «¿Sabéis cuánto ama Dios la humildad, y cuándo aborrece la soberbia y presunción? La aborrece tanto, que permite, lo primero, caigamos en pecados veniales y en muchas faltas pequeñas, para con esto enseñarnos que pues no podemos guardarnos de los pecados y tentaciones pequeñas, sino que nos vemos tropezar y caer cada día en cosas bajas y fáciles de vencer, estemos ciertos que no tenemos fuerzas para evitar las mayores, y así no nos ensoberbezcamos en las cosas grandes, ni nos atribuyamos a nosotros cosa alguna, sino que andemos siempre con temor y humildad, pidiendo al Señor su gracia y favor.» 

Lo mismo dice San Bernardo, y es doctrina común de los Santos. San Agustín, sobre aquellas palabras de San Juan (1, 3): [Y nada se hizo sin Él]; y San Jerónimo sobre aquello del Profeta Joel (2, 25): [Os recompensaré los años que se comió la langosta, el pulgón, la niebla y la oruga], dicen que para humillar al hombre y domar su soberbia, crió Dios estos animalejos y gusanillos pequeños y viles que nos son tan molestos. Y aquel pueblo soberbio de Faraón, bien pudiera Dios domarle y humillarle, enviándole osos, leones y serpientes, pero quiso domar su soberbia con cosas vilísimas, con moscas, mosquitos y ranas, para humillarlos más. 

Pues así, para que andemos humillados y confundidos, permite Dios que caigamos en faltas livianas, y que nos hagan algunas veces guerra unas tentacioncillas, unos mosquitos, unas cosillas, que parece que no tienen en sí tomo ninguno. Si nos paramos a considerar atentamente lo que nos suele inquietar y desasosegar algunas veces, hallaremos que son unas coas que bien apuradas, no tienen tomo ni sustancia ninguna; no sé qué palabrilla que me dijeron, o porque me la dijeron con tal modo, o porque me parece que no hicieron tanto caso de mí. De una mosca que voló por el aire suele uno fabricar una torre de viento, y juntando unas cosas con otras, venir a andar muy inquieto y desasosegado: ¿qué fuera si soltara Dios un tigre o un león, cuando un mosquito así os turba e inquieta? ¿Qué fuera si viniera una gravísima tentación? Y así hemos de sacar de estas cosas más humildad y confusión. «Y si eso sacáis, dice San Bernardo, es misericordia de Dios y gran beneficio y merced suya, que no falten de estas cosillas, y que os baste eso para andar humilde.» 

Pero si estas cosas pequeñas no bastan, entended que pasará Dios adelante, y muy a costa vuestra, que lo suele Él hacer. Aborrece Dios tanto la soberbia y presunción y ama tanto la humildad, que dicen los Santos que suele permitir, por justo y secretísimo juicio suyo, que uno caiga en pecados mortales, a trueque de que se humille; y aun no en cualesquiera, sino en pecados carnales, que son más afrentosos y feos, para que más se humille. Castiga, dicen, la secreta soberbia con manifiesta lujuria. Y traen para esto lo que dice San Pablo de aquellos soberbios filósofos (Rom., 1, 24), que por su soberbia los entregó Dios a los deseos de su corazón. Vinieron a caer en pecados deshonestos, feísimos y nefandos, permitiéndolo así Dios por su soberbia, para que quedasen confundidos y humillados, viéndose hechos bestias, como Nabucodonosor, con corazón y conversación y trato de bestias (Jerem., 10, 7). ¿Quién no te temerá oh rey de las gentes? ¿Quién no temblara de este castigo tan grande, que ninguno hay mayor fuera del infierno? Y aun peor es el pecado que el infierno (Sal., 89, 11) ¿Quién conoció, Señor, el poder de tu ira, o la podrá contar con el gran temor de ella? 

Notan los Santos que Dios usa con nosotros de dos maneras de misericordia, grande y pequeña: misericordia pequeña es cuando socorre en las miserias pequeñas como son las temporales, que tocan solamente al cuerpo; y misericordia grande, cuando socorre en las miserias grandes, que son las espirituales que llegan al alma. Y así cuando David se vio con esta miseria grande desamparado y desposeído de Dios por el adulterio y homicidio cometido, clama y da voces, pidiendo a Dios misericordia grande (Sal., 50. 3): [Ten piedad de mí, oh Dios, según tu grande misericordia]. Así dicen también que hay en Dios ira grande e ira pequeña: la pequeña es cuando castiga acá en lo temporal, con adversidades de pérdidas de hacienda, honra, salud y otras cosas semejantes que tocan solamente al cuerpo; pero la ira grande es cuando llega el castigo a lo interior del alma, conforme a aquello de Jeremías (4, 10): [El cuchillo llegó hasta el corazón]. Y esto es lo que dice Dios por el Profeta Zacarías (1, 15): Con las gentes hinchadas y soberbias me airaré Yo con ira grande. Cuando Dios desampara a uno y le deja caer en pecados mortales, en pena y castigo de otros pecados, ésa es la ira grande de Dios; ésas son heridas del furor divino; heridas, no de padre, sino de justo y riguroso juez, de las cuales se puede entender aquello de Jeremías (30, 14): Con herida de enemigo te herí, con castigo cruel. Y así dice el Sabio (Prov., 22, 14): Hoya es muy profunda la mala mujer, y aquel con quien Dios estuviere airado caerá en ella. 

Finalmente, es tan mala cosa la soberbia y la aborrece Dios tanto, que dicen los Santos que algunas veces le es provechoso al soberbio que le castigue Dios con este castigo, para que con eso sane de la soberbia que tiene. Así lo dice San Agustín: «Me atrevo a decir que les es útil y provechoso a los soberbios que les deje Dios caer en algún pecado exterior y manifiesto, para que se conozcan y comiencen a humillarse y desconfiar de sí los que por estar muy contentos y pagados de sí, ya interiormente habían caído por soberbia, aunque no lo habían sentido, conforme a aquello del Sabio (Prov., 16, 18): [Al quebrantamiento precede la soberbia, y antes de la ruina se ensalza el espíritu.»] Lo mismo dicen Gregorio y Basilio. 

Pregunta San Gregorio, a propósito del pecado de David, por qué Dios a los que Él había escogido y predestinado para la vida eterna, y encumbrado con grandes dones suyos, permite algunas veces caer en pecados, y en pecados carnales y feos. Y responde que la razón de esto es porque algunas veces los que han recibido grandes dones caen en soberbia: la cual tienen algunas veces tan entrañada en lo íntimo de su corazón, que ellos mismos no lo entienden; sino que, estando agradados y confiados de sí mismos, piensan que lo están de Dios, como le aconteció al Apóstol San Pedro, que no le parecía a él que era soberbia aquellas palabras que dijo (Mt., 26, 33): Aunque todos se escandalizasen, yo no me escandalizaré, sino que era gran fortaleza de ánimo y grande amor de su Maestro. Pues para curar tales soberbias tan secretas y disfrazadas, en las cuales ya está uno caído y no lo conoce, permite el Señor que caigan los tales en pecados exteriores manifiestos, feos y deshonestos, porque ésos se conocen mejor y se echan más de ver, y por ahí viene el hombre a entender el otro mal que tenía de secreta soberbia que él no entendía, y así no le buscara remedio y se perdiera, y con la caída manifiesta lo conoce, y humillado delante de Dios, hace penitencia de lo uno y de lo otro, y alcanza remedio para ambos males. Como lo vemos en San Pedro, que por la caída exterior y manifiesta vino a conocer la soberbia oculta que había tenido, y vino a llorar y a hacer penitencia de ambos pecados, y así le fue provechosa la caída. Lo mismo le aconteció a David, y así dice él (Sal., 118, 71): «Señor, caro me costó, yo lo confieso: pero bueno ha sido para mí el haberme humillado, para que aprenda cómo os tengo de servir de aquí adelante, y cómo tengo de desconfiar de mí.» Así como el sabio médico, cuando no puede sanar del todo la dolencia, y por ser el humor maligno y rebelde, no le puede digerir y vencer, procura llamarle y sacarle a las partes exteriores del cuerpo para que mejor se pueda curar, así el Señor, para sanar algunas almas altivas y rebeldes, las deja caer en culpas graves y exteriores para que se conozcan y humillen, y con el abatimiento de fuera se cure el humor maligno y pestífero que estaba dentro (Jerem., 19, 3; 1 Sam., 3, 11). Palabra es ésta que Dios hace en Israel, que a quien quiera que la oyere le retiñirán las orejas de puro temor. Éstos son los grandes castigos de Dios, que sólo oírlos hace temblar las carnes. 

Pero al fin, como el Señor es tan benigno y misericordioso, no usa con el hombre de este castigo tan riguroso, ni de este medio tan desdichado y lamentable, sino habiendo usado de otros medios más fáciles y suaves; primero nos envía otras ocasiones y otras medicinas y remedios mas blandos, para que nos humillemos; unas veces la enfermedad; otras la contradicción y murmuración; otras la deshonra, y que caiga uno de su punto. Y cuando estas cosas temporales no bastan para humillarnos, pasa a las espirituales. Primero a cosas pequeñas, y después permitiendo tentaciones recias y graves, y tales, que nos lleguen hasta ponernos en un hilo, y hasta persuadirnos o hacernos dudar si consentimos, para que así vea y experimente uno bien que por sí no las puede vencer, y conozca y entienda por experiencia su flaqueza y la necesidad que tiene del favor divino, y desconfíe de sus fuerzas y se humille. Y cuando todo esto no basta, entonces viene esa otra tan fuerte y costosa cura, de dejar caer al hombre en pecado mortal y que sea vencido de la tentación. Entonces viene ese botón de fuego del infierno, para que siquiera después de haberse quebrado los ojos, caiga el hombre en la cuenta de lo que es y se acabe de humillar, ya que por bien no quiso. 

Pues por aquí se verá bien cuánto nos importa ser humildes y no fiar ni presumir de nosotros. Y así cada uno entre en cuenta consigo, y vea cómo se aprovecha de las ocasiones que Dios le envía para humillarle, como padre y médico piadoso, para que no sean menester esos otros remedios fuertes y tan costosos. Castigadme, Señor, con castigo de padre curad la soberbia con trabajos, enfermedades, deshonras y afrentas y con cuantas humillaciones fueres servido, y no permitáis que yo caiga en pecado mortal. Dad, Señor, licencia al demonio para que me toque en la honra y en la salud, y me ponga como otro Job (2, 6), pero no le deis licencia para que me toque en el alma. Con tal de que no os apartéis Vos, Señor, de mí, ni permitáis que yo me aparte de Vos, no me dañara cualquier tribulación que venga sobre mí, sino antes me aprovechará para alcanzar la humildad de que Vos tanto os agradáis. 

EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y 
VIRTUDES CRISTIANAS
 Padre Alonso Rodríguez, S.J.